Vine a la playa por primera vez desde que llegué, y es cierto: el mar todo lo cura.
Está llena de familias con niños, y nada me da más vida que la mirada curiosa e inocente de los niños descubriendo el mundo.
Puedo ver cómo tocan la arena con sus manitos, la mezclan con agua, se la llevan a la boca y, tras una mueca en la que arrugan la nariz, la escupen... sin importar que sus cuidadores les adviertan: Eso no se hace. Ellos lo tienen que experimentar hasta que les quede claro.
Justo frente a mí, hay un par de niñas jugando.
Una, Olivia, la más pequeña, parece ucraniana. La otra, quizá dos o tres años mayor, es italiana.
Olivia lleva un traje entero, morado clarito, de mangas largas hasta las muñecas y los tobillos. También usa un gorrito de cuadros tipo ajedrez, rosado y blanco. Tiene alrededor de quince juguetes—los que alcanzo a contar—entre palas, baldes, balones, un dinosaurio, una estrellita y un rastrillo. Sus padres han dispuesto todo amorosamente en un spot privilegiado, bajo una sombrilla de colores, frente al mar.
Justo detrás de ella está Vera, la niña italiana. Tiene un balde, dos muñecas, una pala y un rastrillo. Usa un traje blanco cruzado por finas tiritas en la espalda, una bandana rosada y, encima, un sombrero tejido con algunos hilos de colores.
—¡Olivia! —escucho el llamado de su madre.
La niña apenas voltea y sigue caminando con sus pequeños pies, esquivando montículos de arena que parecen ser, para ella, heroicas conquistas. Abre los brazos, tambaleándose de lado a lado, y extiende los deditos como si quisiera agarrarse del aire. Se cae... y con la misma habilidad de los gatos, queda en cuatro patas. Se reincorpora rápido, incluso antes de que su madre la levante, y sigue su camino.
El recorrido es de unos dos metros. Cruza la línea de llegada metiendo sus manitos llenas de arena en el balde de Vera. En el tiempo que llevo sentada, creo que ya es la cuarta vez que lo hace, sin prestarle mucha atención a los malabares de sus padres con sus propios juguetes para distraerla y que deje a Vera con lo suyo.
Vera, por su parte, ya un poco desconcertada con la situación, mira a los papás de Olivia, luego al balde que tiene Olivia, luego a sus papás… y ellos, tras intercambiar miradas con los padres de Olivia, le dicen con voz suave, moviendo la mano de arriba abajo:
—It's fine, it's fine.
Y ahora… ¿qué tiene que ver todo esto con mi decisión de irme a vivir a otro país?
Esta escena me hizo pensar en mi llegada a Dubái. (Ya saben dónde estoy.)
Nosotros íbamos para Australia. Pero, por una razón que ahora no importa, la vida me estaba diciendo, como a Olivia: No es por ahí, es en otro lado.
Pero no. Yo quería seguir jugando con los juguetes que no eran míos o que, simplemente, no estaban habilitados para mí.
La vida me seducía, como la mamá de Olivia:
—No es por ahí... Mira esto que tengo para ti.
Y yo me rehusaba.
Para ese momento, vivir en Dubái se sentía, como tragarme un sapo.
Pasamos por muchos momentos de confusión, miedo, ansiedad.
Era (es) una GRAN decisión para nosotros.
Hasta que, en un espacio de lucidez, me senté en ese lugar privilegiado que la vida ha dispuesto para mí, desde siempre—porque me sé sostenida por algo más grande—y, debajo de la sombrilla de colores, observé todos y cada uno de los juguetes que tenía disponibles en este momento de mi vida para jugar.
A manera de ritual,
me recordé en voz alta la edad que tengo: 31
el camino que he recorrido: con corazón
y la gran capacidad que he desarrollado: darme cuenta de que me estoy dando cuenta.
Tomé el balde. Ese que tiene Vera. También Olivia.
Ambos diferentes. Uno morado, el otro rosado. Uno más pequeño que el otro. Pero los dos sirven para lo mismo.
Y en ese instante, hice un gesto que—estoy segura—cambiaría el rumbo de mi vida de ahora en adelante:
Dejé de hacer pataleta por lo que no tenía y puse mi atención y mi mirada en lo que sí hay para mí.
¿Qué es? No lo sé todavía.
Pero confío plenamente en que la vida sabe más que yo.